Me gustaría de decir que los golpes de remo que nos sacaron del puerto fuero coordinados y elegantes; pero mentiría. La coordinación puntual entre los cinco pares de remos era casual y la única elegancia a la vista era la del esbelto casco y de poco calado, réplica de los que se usaban por estos lares hace más de diez siglos, deslizándose sobre las olas cortas del fiordo. Entre boga y boga, mientras una mitad de mi cerebro vigilaba el ritmo marcado por la persona que remaba en el banco de enfrente, la otra pensaba que, en vez del italiano, quienes deberían estar sentadas a mi lado eran las vikingas. Halo el remo con los dientes apretados de rabia. No tan fuerte que pierdes el ritmo. Inspiro y halo de nuevo, esta vez sonriendo a la ironía.
A una distancia razonable del puerto izamos verga y vela que, hasta entonces, descansaban a lo largo de la crujía. El trapo gualdrapea mientras maniobramos el penol bajo los estayes. Una vez libre, la vela se hincha en un instante. Cazamos escotas y brazas, el barco da un tirón y empieza a deslizarse sobre las aguas oscuras. Nos alejamos del puerto ciñendo el viento del noroeste lo más que permite la anticuada vela cuadra, apenas sesenta grados. Volamos en silencio bajo el cielo plomizo.
Siempre me ha fascinado la mar. Siempre he querido ser protagonista de párrafos como el anterior. Fue otro momento memorable. Sentir por primera vez la magia sencilla y ancestral de deslizarse sobre la mar con la única complicidad del viento. Y qué mejor bautismo que un barco vikingo. Miro a la costa, alejándose por popa junto con buena parte de las preocupaciones que me atenazaban las entrañas estos días. En medio del fiordo, donde mandan las olas y el viento, lo que ocurren en tierra se antoja trivial, complicaciones artificiales. Lo natural es preocuparse de largar escotas y brazas por un costado y cazarlas a tiempo por el otro para dar el bordo por avante como está mandado, volver a ceñir y seguir volando acunados por el oleaje.
Lo natural, supongo, tanto en tierra como en la mar, es que el miedo y la frustración se difuminen cuando uno entiende. Entender, que no controlar, el viento y la mar que te han tocado o las mujeres que te han escogido. Con la lección aprendida viramos de vuelta a puerto. Con viento en popa, el barco acelera sin esfuerzo y salta alegre sobre las olas. Sonrío, en pie sobre la cubierta, cómodo, relajado, preguntándome por qué no llevo años haciendo esto y sintiéndome como si los llevase. . .
Bautismo naval (sólo hay una manera de navegar y es a vela) en un barco vikingo, aprender a esquiar en nieves noruegas, bajar los Alpes en bicicleta de montaña, bañarse en manantiales termales en medio del lugar más bonito del mundo, comer sushi en Tokio, hacer el amor bajo las estrellas del Sahara, que no dejen de llamarte y abrazarte cada vez que uno te pones un poco sentimental. . . No está siendo una mala vida después de todo. . . Así que, mientras ustedes se preocupan por un servidor, ya ven que uno sigue entretenido esforzándose por alargar la lista. ¡Gracias!
Imagen: Vikingeskibs Museet.
A una distancia razonable del puerto izamos verga y vela que, hasta entonces, descansaban a lo largo de la crujía. El trapo gualdrapea mientras maniobramos el penol bajo los estayes. Una vez libre, la vela se hincha en un instante. Cazamos escotas y brazas, el barco da un tirón y empieza a deslizarse sobre las aguas oscuras. Nos alejamos del puerto ciñendo el viento del noroeste lo más que permite la anticuada vela cuadra, apenas sesenta grados. Volamos en silencio bajo el cielo plomizo.
Siempre me ha fascinado la mar. Siempre he querido ser protagonista de párrafos como el anterior. Fue otro momento memorable. Sentir por primera vez la magia sencilla y ancestral de deslizarse sobre la mar con la única complicidad del viento. Y qué mejor bautismo que un barco vikingo. Miro a la costa, alejándose por popa junto con buena parte de las preocupaciones que me atenazaban las entrañas estos días. En medio del fiordo, donde mandan las olas y el viento, lo que ocurren en tierra se antoja trivial, complicaciones artificiales. Lo natural es preocuparse de largar escotas y brazas por un costado y cazarlas a tiempo por el otro para dar el bordo por avante como está mandado, volver a ceñir y seguir volando acunados por el oleaje.
Lo natural, supongo, tanto en tierra como en la mar, es que el miedo y la frustración se difuminen cuando uno entiende. Entender, que no controlar, el viento y la mar que te han tocado o las mujeres que te han escogido. Con la lección aprendida viramos de vuelta a puerto. Con viento en popa, el barco acelera sin esfuerzo y salta alegre sobre las olas. Sonrío, en pie sobre la cubierta, cómodo, relajado, preguntándome por qué no llevo años haciendo esto y sintiéndome como si los llevase. . .
Bautismo naval (sólo hay una manera de navegar y es a vela) en un barco vikingo, aprender a esquiar en nieves noruegas, bajar los Alpes en bicicleta de montaña, bañarse en manantiales termales en medio del lugar más bonito del mundo, comer sushi en Tokio, hacer el amor bajo las estrellas del Sahara, que no dejen de llamarte y abrazarte cada vez que uno te pones un poco sentimental. . . No está siendo una mala vida después de todo. . . Así que, mientras ustedes se preocupan por un servidor, ya ven que uno sigue entretenido esforzándose por alargar la lista. ¡Gracias!
Imagen: Vikingeskibs Museet.