domingo, 31 de enero de 2010

El color de una semana


Las semanas no tiene color. Pero a los seres humanos, el saber algo nunca nos ha quitado de hacernos una pregunta imbécil. Así es como nacen los anuncios de compresas. Así es como se sienta uno delante del teclado un domingo por la tarde, tomando un té con limón, tras la larga ducha ganada bajando y subiendo cajas durante un par de horas.

¿De qué color ha sido esta semana?

Incluso habiéndoseme ocurrido sin ayuda de nadie, la pregunta me suena estúpida; pero supongo que por algún extraño efecto del perielio lunar, espero que la repuesta no lo esa. O que aunque lo sea, entre que la encuentro y no, se me ocurra algo inteligente. A lo mejor ese es el color de esta semana: color luna, una luna llena enorme y redonda. . . Nah, eso no puede ser, porque sólo han sido un par de noches y de noche todos los gatos son pardos.

Tal vez deba empezar por la respuesta obvia: blanca. Una semana blanca. Blanca de nieve y nieve y calles cubiertas de algodón helado. Tropillones de crystales de agua que caen bailando del cielo. Y entre los trillones de trillones que caen durante una nevada, no se han encontrado dos iguales, os lo juro por las bragas de Mafalda. Sorprendente, pero no tanto como el extraño efecto provocan. Parecen no pesar nada, pero en cuanto llegan, aprietan el botón de camara lenta. Cuando la ciudad se viste de blanco, camina más despacio. Los coches van despacio. Las bicis pedalean despacio. Los pies caminan despacio. Es como si todo el mundo estuviese aprendiendo a hacer lo que llevan toda la vida haciendo: conducir, pedalear, caminar. Y la vida se vuelve lenta y dubitativa, como los primero pasos de un niño. Será por eso que estos días parece que todos sonreímos como niños, incluso nos volvemos más pacientes y amables. A la nieve no sirve de nada meterle prisa.

Antes de que me interrumpiese una invitación a cenar, invitación aceptada, claro, si no no me hubiese interrumpido, estaba pensando que tal vez esta semana (o más bien, ya la pasada) fuese de color azul. Azul cielo invernal inmaculado. Azul resplandeciente que torna los parques, los canales, los lagos nevados en llanuras brillantes. Paisajes sin distracciones para la vista, sin pensamientos complicados. Simplicidad azul y minimalismo invernal.

Roja. Tal vez la semana fuese roja, como las cinco uñas de una mano que asoma bajo el edredón. O quizá de ese color extraño a medio camino entre amarillo a naranja que tiene el aire de una habitación iluminada con velas. Ese mismo color que tiene el reflejo de una llama en el cristal de una cafetería. Ese que, si uno no se fija bien, parace que tiene la tinta del borrador de un artículo la séptima vez que uno lo corrige.

Un bostezo me insiste para que termine. Una pena, porque aún no he averiguado de qué color fue la semana. Supongo que es lo que tienen las preguntas imbéciles, que las respuestas rara vez están a la altura y además son peligrosas de encontrar.



domingo, 24 de enero de 2010

Cazador de instantes y momentos

Está descalzo, sentado en el suelo. Un suelo acojedor, cálido, de moqueta color crema, suave. Frente a sus piernas cruzadas, sobre un paño, están los trozos de la piel de una naranja, el cuchillo y una taza de té humeante. Los dedos, húmedos de zumo, saborean los gestos. Separar un gajo. Llevarlo a la boca. Dejar que el líquido fresco resbale por ellos. El ácido y el dulce se mezclan con el aroma, ácido y dulce, que arrastra el aire frío de la ventana entreabierta.

Si no lo conociese, pensaría que está concentrado, pensando algo importante; pero sé que no piensa en nada. Nada más allá del sabor de la naranja, ácido y dulce, del vapor del té. Del reflejo de la vela en la ventana. De la sensación agradable de la ropa fresca sobre su piel limpia. De los acordes lentos y pesados de una canción de Mogwai.

Escucha el zumo, ácido y dulce que le llena a boca. Mastica el aire fresco y lento, mezclado con vapores de té y naranja. Deja que la música acaricie su piel. Respira el reflejo de la vela, oscilando sin apagarse, al otro lado de la ventana abierta.

lunes, 18 de enero de 2010

Una historia de narices

Inclinado sobre la mesa, con una mano entorno a un vaso de vino, se recorría con el pulgar y el índice de la otra el puente de la nariz. Me decía que esa nariz no era escandinaba; aunque sus ojos azules, con un brillo de juventud vivaracha a pesar de la aureola de arrugas, no podían ser más daneses. Sonreía entre barbas canosas, dibujándose arriba y abajo con los dos dedos el ensanchamiento en el tabique nasal. Asentí devolviéndole la sonrisa al comprobar con mi pulgar y mi índice que, como él decía, nuestras narices compartían forma. Eran narices hispanas.

Dí un trago a mi propio vaso de vino sin dejar de mirarle, alzando las cejas con curiosidad. Añadió que alguno de los apellidos en su familia era un Fernández transformado por las décadas en algo que sólo los daneses podían pronunciar. Luego se reclinó en la silla. Saboreó un sorbo de vino, despacio, sabiendo ahora la presa ya no se le iba a escapar de la historia que había tejido con aquella nariz y aquel apellido. Esperé paciente.

Quince mil soldados españoles, así fue como empezó su respuesta. Soldados españoles llevados Dinamarca por Naponoleón para defenderla del pérfido inglés. Un servidor llevaba apenas unos meses en Copenhague. Y fue en esa cena de trabajo, la primera vez que oyó hablar de aquellos quince mil españoles forzados a luchar por patrias ajenas, y de quienes aquel profesor del departamento de geología afirmaba ser descendiente, aportando sus narices como prueba irrefutable.

La segunda vez que supe de aquellos soldados, fue esta mañana. Abró la página del El Semanal fiel a mi costumbre de empezar la semana leyendo a don Arturo y me encuentro esto:


Una tumba en Dinamarca

La certeza de que las narices del Doctor B. se deban a que algún soldado español metiese las suyas entre las piernas de alguna Hansen hace dos siglos es lo de menos. Lo importante del asunto es que hay historias que merecen ser ciertas aunque no lo sean, porque desmentirlas enterraría en el olvido otras verdades debieran contarse una y otra vez.


Imagén: Lápida de la tumba de Antonio Costa junta a la tapia de cementerio de la Iglesia de San Canuto (Sankt Knud Kirke) en Fredericia. El epitafio reza: "Recuerdos a España de Antonio Costa. 11 aug. 1808." (Fredericias Historien)

lunes, 11 de enero de 2010

Hielo



Cierto que hace frío. Cierto, es un coñazo andar quitándo y poniéndose capas de ropa cada vez que uno entra o sale; jersey, chaqueta, guantes, gorro. . . Cierto que, si te quedas parado unos minutos, el viento del norte que recorre las calles te roba el calor, se te mete dentro y te hiela los huesos. En cuanto el termómetro baja de cero la vida cambia. El agua se congela, el mundo no es el mismo.

A diez grados bajo cero el mundo se convierte en tu enemigo. Un enemigo jodídamente hermoso. . . El frío y la nieve, los cielos azules y prístinos, envuelven al mundo en manto de pureza y sosiego, en una belleza delicada e inóspita. El mismo aire helado que te recuerda que estás vivo, te cuarteará los labios. La nieve que susurra y acuna cada paso, te helará los pies conviertiéndote los dedos en dolor.

Ámala u ódiala, pero la belleza inmaculada y gélida de invierno escandinavo no durará; tal vez eso lo haga más hermoso. Tal vez por eso, este fin de semana, tuve que aprovechar la oportunidad de caminar por primera vez en mi vida sobre un lago helado. Sí, esos llanos blancos que veis en las fotos son los lagos que rodean el centro de la ciudad. Y sí, hay personas paseando, andando en bici, patinando o haciendo snow-kiting por encima.

Tampoco pude resistir la tentación de experimentar una nueva nueva forma de intentar matarme. La tradición consiste en ponerse unas botas muy apretadas con cuchillas de metal por suela y luego tratar de correr con ellas por el hielo a velocidades indecentes. Como el hielo parece ser una cosa bastante fría y muy dura, decidí que era mejor mantenerlo a una distancia prudencial de mi culo. No sé muy bien cómo, pero conseguí pasarme una hora en la pista manteniendo pies, culo y cabeza en sus posiciones relativas habituales. Me temo que voy a tener que volver a probar. Y me temo que no seré tan afortunado. O a lo mejor debería dejar mi corta carrera como patinador ahora que aún estoy en la cumbre y con la dignidad intacta, más o menos. . .




miércoles, 6 de enero de 2010

Sí; pero. . .


Sí, pero. . .

¿Es qué no sabes decir otra cosa? Fue lo que me preguntó mi jefa después de media hora de discutir sobre mi primer artículo, aquel del que se dieron cuenta que le vendrían bien más datos. . . Año y medio después de que un servidor dijese lo mismo y le ignorasen. Ejem. . .

Volví de las vacaciones con la mente fresca y abierta, con una actitud más positiva y menos afan de mandarlos a todos al carajo. Pero a medida que abanzaba la reunión, se me iban quitando las ganas de ser buena persona. Menos mal que uno mis propósitos para este año es respirar más lenta y profundamente. A mi jefá le molestaba que a todas sus propuestas, las suyas y las de mi co-director, les contestase con un Sí; pero. . . Y a mí resultaba cada vez más ridículo que, una tras otra, sus sugerecias fuesen o cosas que ya había hecho, o que ya había probado y sabía que no funcinonaban, o que no venían al caso, o que estaban mal, equivocadas, erróneas, mal. Después de tres años, con tanta reunión informativa semanal y tanta gaita, es ridículo que tu jefa no sepa qué has hecho y qué no. Y es aún más ridículo que intente explicarte cómo hacer tu trabajo sin entender cómo se hace tu trabajo, pensando, aunque no lo diga, que la culpa de todo la tiene que eres un poco torpe y bastante vago.

Sin embargo, si me preguntán a mí, diré que la culpa de todo la tiene que en tres años como estudiante de doctorado, y aquí la palabra clave es estudiante, la física que he aprendido va entre cero y menos uno. Malo eso de ser estudiante si uno no aprende. . . Peor cuando no hay nadie de quien aprender. Así es complicado hacer nada nuevo y digno de publicar. Y no, por muy importante, wonderfuloso y novedoso que le parezca a mi jefa, no voy a explicar en ningún artículo cuentas que están en los libros de texto desde los años setenta. No es culpa mía que su física y sus mates sean. . . limitadas. . . Conste, que no por culpa suya, que lo de ella es la geoquímica y nunca le hizo falta saber mucho ni de la una ni de las otras.

Por suerte, como personas civilizadas y dispuestas a ayudarnos que somos (esto lo digo sin ironía. . .), hemos llegado a un acuerdo: un servidor incluye en el artículo algunas paridas que no vienen a cuento y ellos hacen como que les gusta (. . . y esto con mucha). Así que mañana habrá que empezar a rebuscar entre los datos que llevan enterrados año y pico, a ver si encuentro algo que dé el pego y en otro par de meses tenemos esto listo. Claro, que todo queda condicionando a lo que decidamos mañana que va a pasar con el tercer artículo; porque si después de tanto marear la perdiz no vemos posibilidades al tercer artículo, apága y vámonos. O mejor dicho, me voy.


P.D.- Releyendo lo escrito, no me gusta el tufo a autocompasión y autojustificación que desprende; pero me da igual. Porque creo que en el fondo, ahí, debajo de todos los buenos propósitos, la buena cara y las ganas de llevar las cosas a buen puerto, aunque sólo sea por agradecer la oportunidad que me han dado, en el fondo estoy cabreado, mucho, más de lo que me atrevo a reconocer. Siento que en este trabajo no he podido, o no he sabido, sacar provecho ni de lo que sabía hacer bien, ni de lo que pudiera haber aprendido.



Imagen: Electric Sheep, Dark Wallpapers.