martes, 18 de diciembre de 2007

Fin de la cuarta temporada

Cansado. Estoy cansado. Espero no quedarme dormido mientras escribo esto. . .

Ha llegado el momento de volver a Asturias. Como siempre, algunas ya lo sabíais y otras no. Mañana me cojo un par de aviones y a eso de las nueve de la noche volveré a ver Gijón. Esto cierra la cuarta temporada de Bitácora; así, un poco de golpe, después de casi diez días sin escribiros nada. Echazle la culpa a la Navidad danesa. Ya sabéis, los dichosos Julefrokost, en cristiano: cenas de Navidad. Como os conté el año pasado, aquí son sagradas y se reproducen como champiñones. Así como sin querer, el jueves tuvimos la del grupo, el viernes la del departamento y el domingo organizamos una de expatriados en mi casa; añadid el ajetreo propio de un fin de semana, el dejar atados los cabos en el trabajo antes de pirarme y el no parar intrínseco a mi vida en estos lares y entenderéis porque me cuesta mantener los ojos abiertos. Ey! Qué no me quejo, faltaría más. Es sólo la enunciación de un hecho objetivo: estoy cansado.

Siento que no haya mucho más que contar, o sí, pero no me apetece pornerme a pensar en ello. . . En la mezcolanza de sentimientos que siempre tengo los días antes de volver, en el derroche de energía (física y emocional) de estos últimos días, en los cientos de detalles alegres, tristes, graciosos que han ido llenando las horas. . .

Supongo que, siguiendo mi costumbre, dejaré descansar a Bitácora mientras esté por tierras astures, o no, quien sabe. Lo que es seguro es que esta cuarta etapa de la gran aventura del pequeño Vanya en Dinamarca ha estado plagada de cambios. Cambio de imagen (no, no me he cortado el pelo, me refiro al blog mismo), cambio de hogar, cambios en el trabajo, cambios de amistades (más bien hemos incrementado la lista), cambios de actitud hacia ciertas cosas, cambios, cambios, benditos cambios. De lo poco que no ha cambiado, y es un placer, ha sido el poder seguir compartiendolo todo con vosotros. Gracias.

Un abrazo y hasta la próxima. No hagáis nada que yo no haría.


P.S.- A todos y en especial a los que no vaya a ver y en caso de que se me olvide mandar ese mail que tengo en mente para feliciros el año nuevo y todas esas cosas que se dicen por estas fechas, pues lo dicho, feliz año nuevo y todas esas cosas que se dicen por estas fechas ; )

lunes, 10 de diciembre de 2007

Dinamarca: esa gran desconocida VIII

La primera vez uno piensa, vaya, he ido a tropezarme con el vikingo gilipollas. La segunda, casualidades, ya ves tú. La tercera, la achacas al destino, a la fatalidad y a la madre de Murphy (o a la del vikingo). La décima vez que te pasa en una noche, ya llevas tiempo ciscándote en todo, alguien te palmea el hombro, bienvenido a Dinamarca, y aunque te llevan los demonios te muerdes la lengua, metes las manos en los bolsillos por el bien ajeno y, recitando el mantra aquel de allá donde fueres haz lo que vieres, reescribes tu definición de choque cultural.

Si es muy fácil, carajo, que uno es un tipo educado que no busca problemas (no de cierto tipo). Que si quieres pasar sólo tienes que ponerme la mano en el hombro, empujarme gentilmente la espada o darme un toquecito en la cintura y, sin girarme, ni hablarte, ni ponerte en el compormiso de pedirmelo por favor, me aparto un poco para que pases, cruzes el bar, lleves las birras a tus amigotes o le metas mano a tu susodicha, vale? Así que. . . Por qué hostias me tienes que empujar, pisar, tirar media cerveza por encima, o todo a la vez? Por qué haces como que no me ves y ni se te pasa siquiera por la cabeza murmurar un lo siento?!!!

Por qué? Eh, cabrón! Por qué?!!!

Allá donde fueres haz lo que vieres. Después de un par de semanas, te acabas acostumbrando, o eso crees. Lo que de verdad ocurre es que desarrollas una asombrosa hablidad zen, bi güoter mafren, para absorver impactos, balancearte cual bambú con la brisa primaveral, conservar toda tu cerveza dentro de su recipiente y evitar las salpicaduras de las de los demás. Sigues hablando como si no fuese contigo y, lo más importante, no te ciscas en los muertos del vikingo, o vikinga, que por aquí arriba la igualdad se la toman muy a pecho.

Pasa el tiempo y empiezas a creer que ya no te importa, que te has acostumbrado a que te empujen, te pasen por encima como si no estuvieses allí, le den de beber a tu camiseta y sigan de largo como si nada. Allá donde fueres haz lo que vieres. Piensas que te vas integrando, siendo como ellos, hasta que la falacia se cae por su propio peso. Alla donde fuere haz lo que vieres. . . Y una mierda! Que uno no va por ahí empujando a nadie, uno sigue pidiendo paso por favor y se disculpa cuando los azares brownianos intrínsecos a los bares tratan de ponerle el pie donde ya estaba el de otro; no sé ustedes, pero un servidor el principio de exclusión de Fermi lo respeta a raja tabla.

Ese día comprendes, el día que decides no apartarte, plantarte castizo y testarudo dejando sólo dos opciones al que quiera pasar:
  • una, empujarte con el ímpetu necesario para alejar del topetazo la duda de lo casual, dando píe a desenlaces inesperados para los pacíficos vikingos;
  • dos, solicitarte paso, cosa que concederás con gusto, siempre que se haga con la debida educación.
Ese día comprendes que eras español cuando llegaste, que eres español ahora y que serás español hasta el día que la diñes; aunque te la sude el futbol, creas que la fiesta nacional sería mucho más apropiada con borregos que con toros y te dé por culo el drama flamenco; aunque a la perra España la eches de menos lo justito, Almodóvar te revuelva el estómago y de tu herencia católica sólo se sepa por el número de santos que eres capaz de sacar en procesión junto a los padres de alguno. Español, a pesar de todo y por mucho que te joda, español.

Uno se cree que son cosas de tiempos pasados y difíciles, de gentes rudas que viven en los libros de historia y poco tienen que ver con nosotros aunque compartamos nombres y apellidos. Pero compartimos algo más, viajan con nosotros a todas partes, las llevamos en las médulas y los hígados: honor y educación, a nuestra manera. Podemos aguantar de todo, hacer como que nos la resbala, adaptarnos a lo que sea, todo, menos que nos toquen los cojones. Hay líneas que no se cruzan y punto. Líneas que solo vemos nosotros y nadie más entiende. Líneas que al que quiera cruzarlas le van a costar algo más que el esfuerzo de dar el último paso, boquiabierto, sin entender porque esos morenos se ponen así por nada, los muy gilipollas, que además de pequeños son menos.

Me sorprende y, qué carajo, me enorgullece verlo, leoneses y asturianos, andaluces y vascos, catalanes y gallegos, tanto da, llegado el momento todos españoles. Todos nos callamos como putas; ni gritos a la italiana, ni aspavientos a la sudaca. Media mirada sobra para que aquel ponga las botellas a buen recaudo, el otro haga lo propio con las señoritas, el de al lado se mueva para no estorbar, este apriete con disimulo las llaves en el puño y uno se ate el pelo por si acaso. El vikingo, el perro inglés, el moro o el franchute ni se enteran, no lo saben, no se dan cuenta que hay sonrisas que de amistosas tiene poco, como la de un lobo o la de un español encabronado, que para el caso. . . Otra palabra mal dicha, otro gesto a destiempo y, sin mediar palabra, aquí van a haber ondonadas de hostias.

Manda güevos, tener que venir a Dinamarca para que nos lo recuerden, que hay algo inefable en el ser español, que o se es o no se es, y todos nosotros lo somos y punto. Lo habíamos olvidado (o nunca nos lo explicaron), pero estos no (o sí), y cuando dices España se vuelven más educados (sus lo juro por Snoopy). Haber tenido a Europa agarrada por los cojones durante dos siglos te crea mala fama, normal. Estos nos se olvidan que aquí los espaniards somos unos cabrones hijos de puta peligrosos como la madre que nos parió, porque no hay quien nos entienda. Empújame, písame, mójame, pero después, cabrón, pídeme perdón, hacemos todos como que fue sin querer y tan amigos. Y es que estos herejes no comprenden que demasiadas veces nuestra perra España la única dignidad que nos ha dejado es nuestro derecho a la pataleta, al puñetazo en la mesa y a elegir aquí y ahora en vez de esperar por el verdugo. Por eso, costumbre de siglos, llegado el caso, seguimos añorando una amiga toledana a mano y se nos pasa por la cabeza un. . .

Santiago! Y Cierra España!!!



P.S.- En la actualidad, esas cuatro palabras no son las que más se estilan, sino otras, que conservando el sentido y el espíritu, han evolucionando fruto de la naturaleza cambiante de las lenguas y la riqueza propia del castellano; a saber:

- Me voy a cagar hasta en tu puta madre, cabrón!

- Tú lo que quieres es que te parta la cara, gilipollas!

- Te voy a dar una hostia que te va a hacer falta bocadillo pa'l viaje, 'jo'puta!

Esta última, además de ser muy del gusto del que firma, mediante el giro humorístico o chascarrillo, refleja claramente la familiaridad que todo español tiene con el hecho de estar jodido (que no jodiendo).


Ilustraciones: La carga de los mamelucos, Goya (1814). Fotograma de la película Alatriste, A. Díaz Yañez (2006).

viernes, 7 de diciembre de 2007

El gato de Schrödinger pinta rayuelas

Ocho de la mañana, o de la noche, aquí en el norte nunca se sabe. Llueve y en vez de irme a trabajar he decidido sentarme en el sofá bajo la ventana y escribir. Sentarme y escribir como un niño de pie ante una rayuela, con la piedra en la mano, mirando concentrado los cuadros de tiza numerados, lanzándola al aire sin saber donde caerá, dispuesto a saltar tras ella vaya donde vaya. Juego a menudo, dejándome llevar a casillas inesperadas. Como el otro día, bebiendo mate al son de una guitarra de supercuerdas. Como ayer, que terminé tomándome una tónica en un salón de tango, un rincon de hadas que bailan despreocupadas bajo bolas rojas de navidad colgadas de sobrillas chinas. Me quedo embobado viéndo a las hadas lanzar piedras a cada paso, pero las suyas no caen, no colapsan las posibilidades atando el destino a una casilla. Con cada paso, con cada piedra, dibujan cuadros sin números por los que huir danzando de las coreografías muertas. Tal vez por eso hacen falta dos para bailar un tango, para que la piedra no llegue nunca a tocar el suelo, y si lo hiciera, para que alguien te agarre fuerte y te aparte la ojos de la trampa numerada. Tal vez por eso sólo las hadas pueden bailar un tango, porque hacen magia, trampas y se ríen de las piedras caídas. . . Al menos por un rato, al calor de la música, antes de esconder las alas bajo los abrigos y volver a salir a las noches de invierno donde el tiempo pasa y las piedras caen. Tiempo, opciones agotadas, ni flujo ni linea causal, el paso del tiempo es el colapso de las posibilidades, a la caida de la piedra cuántica que un niño balancea con la mano, consciente, a su pesar, de que sin lanzarla no hay juego. Y quien dice piedra dice papel doblado en una cartera, con un nombre y un número escondidos en tinta azul, con las posibilidades tan intactas que temo descifrar su código e invocar su nombre, lanzar la piedra y aniquilar las opciones, marcar el número y comenzar el juego. Envidio a las hadas por saber jugar al tango y bailar rayuelas.

sábado, 1 de diciembre de 2007

Berlín: la memoria de Europa

Este os lo debía. Ha pasado el tiempo, desde que estuve en Berlín allá por Mayo, y desde que me senté a escribir hace diez días. La sensación de desconexión, de irrealidad resonando en el tic-tac del segundero, es la misma que tenía cuando abrí los ojos en Berlín. Después de viajar toda la noche, a escasos diez días de haber llegado de Tokyo, mi primer pensamiento cuando bajé del autobus fue un asi que esto es Berlín, pues no es para tanto.

Me equivocaba. En aquellos momentos mis retinas aún estaban borrachas de neón y rascacielos, mis neuronas aún intentaban reconciliar la brutalidad descomunal de
Tokyo con el ritmo humano y sencillo de sus calles. En aquellos momentos desconocía que Tokyo es un grito que te retumba en las entrañas, pero Berlín es un susurro que te crispa el alma.

Tardé un par de mañanas en empezar a comprender. Poco a poco, descubriendo sus calles, plazas y monumentos empecé a distinguir los ecos. Detrás de cada muro, bajo el empedrado, a la vuelta de cada esquina empecé a percibir las sombras. Cuando me quiese dar cuenta, caminaban junto a mí, me hablaban, me contaban una historia, su historia, la historia de aquella cuidad, la historia de Europa, mi historia.

Berlín ha sido el ojo del huracán del siglo XX. En Berlín se ha entretejido el destino del mundo. Aunque en España estuviésiemos demasiado ocupados con nuestras repúblicas, nuestra guerra, nuestra postguerra y nuestra transición como para darnos cuenta del lugar de nuestra tesela en el mosaico, el resto de Europa aún tiene frescas las cicatrices. Dos Guerras Mundiales, una Guerra Fría, sensenta millones de cadáveres tiñendo de rojo el suelo de la Vieja Europa, sesenta millones de madres lavando con sus lágrimas el horror es algo que Europa no ha olvidado. Y Berlín, más que ningún otro sitio, se empeña en recordar, repetir, contar, gritar y volver a contar agarrándonos por la pechera y mirándonos a los ojos orgullosa, repitiéndonoslo hasta la saciedad para que jamás lo olvidemos, para que lo llevemos siempre con nosotras, para que no permitamos que vuelva a pasar.

Aún quedán en Berlín edificios con los agujeros de las balas y destrozos de las bombas, aún quedan solares desiertos en su centro bullicioso. A pesar de la caída de El Muro, cuya línea aún puede seguir uno a través del corazón de la ciudad, el contraste entre el este y el oeste siguen siendo obvios. Berlín es una lección de historia al aire libre; desde la Puerta de Brandenburgo hasta Alexander Platz, desde el Reichstag hasta al Checkpoint Charlie, desde cuartel general de la Luftwaffen hasta las ruinas de los sotanos del de la Gestapo, desde el descampado descuidado que hace las veces de aparcamiento bajo el que se esconden los restos del bunker de Hitler hasta el recóndito monumento a la resitencia, a lo largo y ancho de la cuidad los berlineses preservan, recuerdan y cuentan la historia prolongándola hasta el presente. No cuentan la historia a través de fechas y hechos asepticos, memoriales vacíos y monumentos de postín, la cuentan explicando sus consecuencias y sus implicaciones para cada uno de nosotros. La cuentan de modo que es imposible huir de ella, imposible sentarse a contemplarla como un espectador neutral, imposoble no ver tu participación en ella, la de tus padres y la de tus hijos.

Hay muchos lugares que merece la pena visitar en Berlín, todos ellos plagados de símbolos y significados, de memoria y respeto, pero hay tres que me resultaron más conmovedores e impactantes que el resto: el Memorial por los Judios Asesinados en Europa, el Memorial por la Quema de Libros del 10 de mayo de 1933 y el Memorial a los Muertos en la Guerra. Son tres lugares que apelan a la memoria, diseñados para explicar sin palabras, para hablar con sentimientos.

El Memorial por los Judíos Asesinados en Europa es horrible. Se encuentra en el centro de la ciudad, con la Puerta de Brandenburgo a un lado y el bunker en el que Hitler pasó sus últimos días al otro; en Berlín nada es casual. Es una explanada cubierta de cientos de bloques de hormigón gris, de aristas cortantes, con la forma y tamaño de tumbas, un desolado cementerio; pero es más de lo que parece. Cada uno de los bloques de hormigón es único; aunque compartan forma y color, cada uno tiene una altura distinta y yace en un ángulo apenas desviado de la vertical y diferente del de sus vecinos. Puedes contemplar el memorial desde fuera o puedes adentrarte en él caminando entre los bloques. A medida que avanzas el suelo comienza a ondulear y descender, los bloques empiezan a crecer y engullirte, desaparece el bullicio de la ciudad, las sombras del bosque de hormigón ocultan el sol y aunque sabes que hay cientos de personas deambulando por el memorial no los ves, no los oyes, estás sólo. Cruzas el laberinto y cuando vuelves al mundo en inevitable silencio, cuando vuelves a sentir el sol y miras atrás, al campo de bloques fríos cortantes y únicos, el memorial ya no te parece horrible, ahora es espeluznante.


El Memorial por la Quema de Libros del 10 de mayo de 1933, la Noche de la Vergüenza, pasa desapercibido en entre los majestuosos edificios de la Bebelplatz. No hay placas informativas ni indicaciones, no hay explicaniones ni pedestales. El memorial es un agujero en el suelo, un cuadrado de un metro de lado cubierto por un cristal a paño con el empedrado de la plaza. Puedes caminar por encima de él sin darte cuenta siquiera, pero si te detienes un instante y miras a través del crystal verás dos cosas: una habitación cuadrada con las cuatro paredes cubiertas de estanterias blancas, limpias, imaculadas y. . . Vacías. Lo segundo que verás será tu reflejo en el cristal, sin importar como mires, desde qué lado o dónde esté el sol, siempre te encontrarás con tu reflejo ocupando el lugar de los libros.

Del Memorial a los Muertos en la Guerra lo primero que llama la atención es eso, su nombre, en ningún sitio especifíca de qué guerra se trata. El edificio que lo alberga, la Neue Wache, se encuentra a tiro de piedra de la Bebelplatz, al otro lado de la Unter den Linden, la avenida que cruza el corazón imperial de Berlín. Construído en 1813 para alojar a la guardia personal de los príncipes prusianos, te recibe con su austeridad neoclásica y una placa pidiéndote que guardes respeto con tu silencio. El interior es una habitación cuadrada con paredes de piedra blanca y suelo de adoquín oscuro. Por un hueco circular en el techo entra el sol, la lluvia, la nieve o lo que los cielos tengan a bien dejar caer sobre la estatua que ocupa el centro de la habitación. Es una madre resignada abrazando el cadaver de su hijo, sujetando silenciosa su mano muerta. Bajo ella yacen los restos de un soldado alemán desconocido y de una víctima de los campos de concentración. En Berlín nada es casual.


P.S.- Gran parte de lo que aprendí en
Berlín, gran parte del impacto que me causó tengo que agradecérselo a los extraordinarios guías de las rutas a pie que uno puede hacer por la ciudad. La mayoría son estudiantes de historia que adoran Berlín y hacen un trabajo extraordinario compartiendo al pasión que sienten por ella, por su historia y las lecciones que enseña. Si vais a Berlín no dejéis de invertir unos euros en alguno de esos recorridos a pie por la cuidad, será uno de los mejores gastos que hagáis en vuestra vida.