martes, 23 de febrero de 2010

El pacto de los capullos afortunados



Hay dos hombres sentados en una habitación. Uno en una silla, frente a un escritorio negro, tecleando algo en su portátil. El otro en el suelo, tras él, con la espalda apoyada en la pared, las piernas cruzadas y envuelto en un edredón rojo. A veces, muy raras veces, me gustaría fumar, porque así podría deciros que el hombre sentado en el suelo sotenía un cigarrillo y su respiración elevaba una cortina de humo entre los dos. Todo muy cinemátográfico, calmado y reflexivo. Sin embargo, estaba sentado en el suelo, con la espalda apoyada en la pared, las piernas cruzadas y envuelto en un edredón rojo. La ventana está abierta de par en par. Nieva. Despacio, blanco y limpio. Nieva y no es un cigarrillo lo que sostengo en la mano, sino un libro; cada uno tiene sus vicios.

No hablan. Uno sentado en la silla, teclea algo en portátil. El otro, a su espalda, en el suelo. Del libro que sostiene en la mano se alza un cortina de palabras entre los dos. Ascienden y, a cierta altura cerca del techo, se hielan. Cristalizadas van cayendo con un sonido como el de palabras tecleadas en un portátil. Caen como nieva. Despacio, blanco y limpio. Sobre una hoja de papel invisible. Tuve la suerte de estar allí, y en un momento en que aparté la mirada de la ventana abierta, vi que el encabezado rezaba: "Pacto del 27 de agosto". O algo parecido, puede que ya haya cambiado de nombre; con las palabras nevadas sobre páginas imaginarias nunca se sabe.

El título es lo de menos, lo que importa es el resto, las claúsulas del acuerdo. Otro de esos acuerdos que trazan la historia de la amistad entre aquellos dos hombres. Un plazo, una fecha y un propósito. Dentro de seis meses, entorno al cumpleaños de uno de ellos, sentarse juntos para contarse si siguen siendo los mismo capullos afornudados de siempre. El aire helado que se cuela por la ventana huele a cambios. Ninguno de los dos tiene trabajo. Ninguno de los dos tiene más compromisos que los que les venga en gana adquirir. Ninguno de los dos tiene más planes o predilecciones que las que les plazca honrar. Cuando eso ocurre y te puedes sentar despreocupado, en una silla o en suelo, y mirar caer la nieve como palabras tecleadas en una pantalla o a las palabras tecleadas caer como nieve, entonces sabes que eres un capullo con suerte. Con la suerte de tener amigos enfrente. Y al otro lado de la calle. Y al otro lado del teléfono. Y familia al otro lado de la güebcam. Y comida caliente en el plato. Y el alquiler pagado. Y que si en la habitación hace un frío de cojones es porque de los cojones me ha salido abrir ventana cuando hay cinco bajo cero y nieva. Para que el cristal no me enturbie la vista de futuro frío y helado que promete cambios.

Veremos dentro de seis meses. Más rápido hemos cambiado otras veces a rumbos insospechados. Veremos dentro de seis meses que palabras nievan o llueven o acarician con rayos de sol o de luna.


P.S.- La canción, como muchas otras cosas, no sabemos si viene a cuento, pero llevo días escuchándola una y otra vez; por algo será. Se llama Paradise Circus, es de Massive Attack y las imágenes del video son de la peli The Fall (2006).

P.P.S.- Sí, sigo sin internet en casa. . .


sábado, 13 de febrero de 2010

Notificación rápida



El jueves se nos fue al carajo internet en casa. STOP. Parece que no pueden venir a mirarlo hasta el martes. STOP. Estoy aprovechando para contaros cuatro cosas mientras me tomo un té con el gallego en una cafetería con wi-fi. STOP. Estilo danés: velitas, música, nieve. . . STOP. Ha sido una semana productiva. STOP. Un no parar. STOP. ¡He terminado el borrador del último artículo! STOP. Esta noche habrá que celebrarlo en condiciones. STOP. En cuanto vuelva a tener conexión en casa os contaré algo más interesante. STOP. Espero. . . STOP.

viernes, 5 de febrero de 2010

Despacio

Despacio. Todo ocurre demasiado despacio. Y los días pasan rápido.

Suena el desperdator. Hijo de puta. Voy cruzando esa neblina cálida entre el sueño y el despertar. El pensamiento aparece en la penumbra de la habitación como una linterna enfocada hacia mis ojos: ¡hostia puta, ya es viernes! Otra vez. . . Ensueño un suspiro profundo, qué se le va a hacer, y empiezo el ritual. Antes de levantarme, antes siquiera de abrir los ojos, empiezo a ordenar las intenciones del día. Hoy debería terminar de organizar las ideas para el tercer artículo, ponerlas en forma de gráficos y tablas decentes, para que cuando llegue el lunes no tenga disculpa y me ponga a escribir. Debería buscar las malditas referencias que me faltan en un par de párrafos del primer artículo. Debería terminar de actualizar el currículum; debería, pero ahí sé que no voy a llegar. Y debería no hacer el capullo esta noche. Da igual que haya dejado a su novio. Da igual que me haya invitado a la fiesta. A lo mejor debería dejarme la polla en casa. A lo mejor debería dejar de pensar tanto.

Salgo de debajo del edredón. Desayuno, pastel de limón y leche con café, muy caliente, para no poder bebérmela de golpe. Es la disculpa perfecta para leer medio capítulo de Salinger mientras se va enfriando. Parece que tengo cierta afición a descubrir cadáveres. Nunca escuché un disco entero de Nirvana hasta que Kurco decidió pegarse un tiro, ni de Queen hasta que Freddy dejó sola a la Caballé en el escenario del Estadio Olímpico. A Bush y Tool los descubrí cuando ya habían dejado de sacar discos. Salinger se fue al otro barrio la semana pasada. Sólo quería que no le hiciesen fotos y le dejasen en paz para escribir lo que le venía en gana. Más o menos lo consiguió.

Cuando me meto en la ducha, ya sé que voy a mandar las buenas intenciones del día al carajo. Con el chorro de agua bien caliente enchufado en los lumbares, después de dos días aún se quejan de los tornillos del IKEA, sé que cuando me siente en la silla del despacho, no me voy a poner a trabajar, sino a escribir esto. A veces también me pasa que lo único que quiero es que me dejen en paz para escribir lo que me salga de la punta del. . . Eso. Menos mal que la consigna estos días es "No pienses. Hazlo. No pienses, tú sólo hazlo." Menos mal, porque si no, delante del ordenata ocho horas todos los días sin cobrar una corona iban a sentarse Rita y la madre que la pario, a ella y a. . . Eso. Menos mal que sonreír y no tomarse a uno mismo demasiado en serio sirve para poner los días, y eso que nos gusta llamar problemas, en perspectiva. Sirve para que la cosas vayan saliendo poco a poco, despacio, más despacio de lo planeado y mucho más despacio de lo que me gustaría; pero saliendo.

Con guantes, bufanda y mi gorro rojo con trencitas, salgo a buscar la bici. Me espera paciente medio enterrada en la nieve. ¡Buenos días! Pensaréis que si en vez de estar escribiendo esto estuviese trabajando, las cosas se moverían más rápido. Tal vez. . . Le digo al iPod que le ponga banda sonora al día y empiezo a pedalear. Tal vez. . . Pero estos meses tengo la sensación de que estoy en una carrera contra los días. Una carrera que no puedo ganar. Como tratar de correr más que alguien en bici; al principio parece que puedes ganar. Luego te das cuenta de que estás corriendo sólo. Los días desaparecen. Da igual lo que corra nunca va a ser suficiente. Así que para que la frustración no me coma la entrañas, es mejor tomárselo con calma. Para poder seguir sonriendo por las mañanas. Para poder seguir haciéndolo sin pensar. No puedo ganar, pero puedo llegar a la meta. Los días podrán seguir pasando rápido, pero no voy a dejarlos pasar de puntillas.



Imagen: See the enemy, Dave McKean.