miércoles, 23 de febrero de 2011

Primer día

He trabajado lo esperable: más bien nada. El primer día en mi nuevo trabajo ha consistido en charlar con el jefe. Como los de IT aún no me han conseguido ni ordenata, ni cuentas de usuario, ni nada, poco más hemos podido hacer. Charlar, echarle un vistazo al proyecto y explicarme como va programa con el que me voy a tener que pegar durante las próximas semanas. Y ahí es donde vez me saltaron las alarmas. . . La oficina agradable, la peña maja, el jefe amigable, lo habitual cuando nadie te mete presión, aunque sabemos que la va a haber. . . Y el programa de gestión corre en red y sólo a través de Explorer. Miedo, miedito, miedo me da; sobre todo después de ver su wonderfulosa interfaz y la velocidad a la va. A ver quién le mete presión a ese. . .

Así que, a parte de la buena impresión general, el primer día me deja con una pregunta: ¿por qué siempre acabo trabajando para el enemigo? Primero una petrolera y ahora una de márketin. . . Seguro que Sigmund tendría algo que decir.


Imagen: robada de aquí.

lunes, 21 de febrero de 2011

Una semana

Abro los ojos. Lunes. Cabellos rubios cubren la almohada. Ojos que miran azules. Una sonrisa de piel suave me acaricia el cuello. Martes. Un imeil. Cuatro meses después, pregunta cómo puede ayudarme. Fácil: págame las doscientas veinticinco horas que me debes. Y no, no he cambiado ni una coma de la tesis. Buscar trabajo es trabajo a jornada completa. Una manita me acaricia la mejilla. Unos dedillos me tiran de la barba. Abro los ojos.
Miércoles. Sonrisa traviesa. Ojillos marrones. La mini-vikinga sabe que soy más fácil de despertar que la vikinga. Sentada en mi antebrazo, me abraza el cuello camino a la cocina. Tostadas, mantequilla, mermelada y leche. Buenos días. Jueves. Palabras a la luz de las velas. Un rotulador esboza paisajes en mi espalda desnuda. Hablamos de dinero, agujas y tinta. Tinta. Tinta sobre un papel. Viernes. Mi firma en un contrato. Trabajo para seis semanas. Gracias, Negro. Sábado. ¿Y cómo es posible que brille el sol si acabo de ver como se alejaba en un tren? Vinieron para tres días. Nos quedamos toda la semana. Hola, domingo. Sigue brillando. En el cementerio. Sobre una rayuela. Habrá que jugar.


Imagen: Play! de Kim Dalby, nuestra Auzzie favorita.

miércoles, 16 de febrero de 2011

Papeles de colores

La pregunta surge de forma inevitable cada vez que uno habla de cambio social, de política, de alternativas a la democracia. Da igual que sea de madrugada tras tomarse unas copas por Barcelona, que terminando la tercera botella de vino y el postre en casa de cualquier amigote, o acalorados sobre tés, cafés y cholocaltes en una cafetería de Copenhague. Rara vez explícita, la pregunta queda oculta en la conversación, adulterándola, tanto si la respondemos como si no:

¿Pero tú crees que el ser humano por naturaleza es bueno o malo?

Pregunta falaz y demagógica. Pregunta con aires de grandeza que encona los problemas que pretende resolver. Primero, con sospechoso tufo a dogma religioso, presupone la existencia de un código moral que define lo bueno y lo malo. Luego, inquiere si una persona a priori, ajena a influencias sociales y culturales, se ajustaría a dicho código, que es él mismo una construcción cultural. La pescadilla que se muerde la cola. Usar lo que se pretende demostrar como argumento en la demostración. Mal. Caca. Eso no se hace.

Por naturaleza, los homo sapiens sapiens no somos ni buenos ni malos. La naturaleza no entiende tales conceptos. El homo sapiens sapiens, como cualquier otro animal, es por naturaleza un superviviente. Y la historia, la antropología, la biología y el sentido común, han demostrado que la estrategia de superviviencia más exitosa es agruparse, crear familias, tribus y sociedades que optimizan el uso de los recursos disponibles para maximizar el beneficio individual. De este modo que el egoísmo genético satisface sus necesidades a trabajando por el bien común. Hasta tal punto nos hemos adaptado a esta estrategia que, cuando se nos separa de nuestros semejantes, perdemos muchos de los atributos que nos hacen humanos. Entre otras cosas, el homo sapiens sapiens aislado de la sociedad pierde la capacidad de hablar y de interpretar la comunicación no verbal, su empatía y control emocional se debilitan e incluso envejece más rápido.

No ha sido hasta las últimas décadas, con la imposición de una sociedad de consumo interesada en que no compartamos nada para que cada uno compre lo suyo, que hemos generado la ilusión de que cada persona es capaz de sobrevivir sola. El dinero que gano como esclavo asalariado, me procura lo necesario para satisfacer mis necesidades. Ya no necesito a nadie. La sociedad, sus valores y costumbres son un obstáculo para mi independencia. Así, la estrategia de supervivencia descartada hace eones, el individualismo, hoy se ha convertido en modo de vida. La tribu optimizaba sus recursos para el beneficio común sin que nadie les explicase cómo, ahora necesitamos cursos y masters para aprender a trabajar en equipo. Revindicamos nuestra individualidad eligiendo todos libremente vestir de Mango y Zara y deseando de forma individal, original, auténtica, joven e independiente tener un iPhone. Aislándonos, hemos dejado de ser humanos, ahora somos consumidores.

Peor aún, la aristocracia económica y sus títeres políticos sólo apelan a los escasos valores sociales que nos quedan para exigirnos, por el bien común, que recortemos nuestras libertades, reduzcamos nuestra calidad de vida y hagamos los sacrificios que ellos no están dispuestos a hacer. Porque si es bueno para su empresa, el Estado, es bueno para todos. A golpe de impuestos, nos inculcan que el beneficio social se consigue sólo a costa del beneficio personal. Así han aniquilado nuestra confianza en la estrategia de supervivencia milenaria. Ya ni siquiera creemos que sea posible vivir en una sociedad basada en la libertad, la igualdad y el respeto. A pesar de que tras desastres naturales y humanitarios, cuando los Estados se colapsan, son la colaboración desinteresada y la organización espontánea y descentralizada las que solventan los problemas, pocos creemos que el homo sapiens sapiens sea capaz de vivir en armonía y colaborar con sus semejantes sin el yugo de las leyes, la dictadura de una aristocracia y los toletazos de sus policías. Nunca sería posible convencer a la gente para que actue por el bien común, dice la mayoría ignorando la evidencia. Pero la cuestión no es convencer a nadie, si así fuese no habría nada más fácil. Abre tu cartera. Con poco de suerte, encontrarás algunos papeles de colores, pintados con puentes, puertas, números y letras. Si nos hemos convencido de que merece la pena dedicar la mayor parte de nuestras vidas a la acumulación de papeles de colores, podemos convencernos de lo que sea. De lo que se trata es de dinamitar una civilización decadente que nos roba por ley el fruto de nuestro trabajo y nos esclaviza para evitar que produzcamos algo de utilidad, para uno mismo o para los demás. Es la manera que tiene el Estado de perpetuarse junto a su aristocracia y sus privilegios. Mientras seamos meros consumidores, seremos incapaces de producir nuestra libertad.


Imágenes: Markus Unger (Dreamstime.com) y nuestro amigo Banksy.

miércoles, 9 de febrero de 2011

Ladrones de muertes

Le miré con odio. Un odio frío y profundo como rara vez he sentido por nadie. No odiaba al hombre, vestido con sotana negra bajo la bata blanca, sino al engaño que representaba y servía. Cuando el curita de hospital salió de la habitación, apenas me dirigió una mirada. Supongo que había tenido bastante son sentirla clavada en su nuca mientras murmuraba estupideces y trazaba una cruz aceitosa en la frente de mi padre, sedado y moribundo.

"La extrema unción es un sacramento muy importante." Lo había leído de boca de uno de los personajes de Tolstoi hacía unas horas. Lev, Leo, León o como les plazca a ustedes llamar al ruso, trata con absoluta seriedad a sus personajes para mostrarnos su desprecio irónico por ellos y su mundo. Un servidor no dispone ni las páginas ni de la pluma del ruso, así que, sin ironías ni florituras, me cago en la extrema unción y en el resto de sacramentos.

No era suficiente que su hijo o su hermana hubieran sujetado durante horas la mano inerte de mi padre, no, ese gesto que trataba de infundir ánimos y fuerza a la vez que era una larga despedida, no era suficiente. Para que que muriese en paz un cura tenía que murmurar estupideces y ensuciarle la frente con aceite. La religión, cualquiera, se adueña de los momentos más emotivos de nuestras vidas. Nacimientos, ritos de pasaje, matrimonios, funerales. Los clérigos arrebatan nuestras decisiones y pasos vitales elevándolas más allá de nuestro alcance, robándonos la capacidad de decidir sobre ellos. Ellos se encargan de todo. El clérigo nos explica que debemos hacer y sentir el día que bautizamos a nuestros hijos, el día que nos casamos, el día que damos el último adiós a un ser querido. Desde lo alto del púlpito, frente a su rebaño de borregos libres de las dudas y las preguntas, la religión nos priva, con respuestas fáciles y rituales baratos, de la catarsis, de la posibilidad de aprender, compartir y acercarnos a los demás que nos brindan esos momentos críticos. Nosotros, meros mortales, no debemos preocuparnos por cosas superiores. Nacimientos y muertes, son sólo asunto suyo y de su dios. Nosotros debemos vivir tranquilos y vivir en la apatía. Callar y obedecer como ordenan los dioses.

Hoy, la religión mayoritaria entre los agnósticos y herejes occidentales aplica una receta similar a la religiosa para lograr el mismo efecto: una manada de borregos gobernables. Hoy ya no se ponen en manos de instituciones superiores los momentos claves de una vida, no, eso sería antidemocrático e iría contra las leyes antimonopolio. Ahora, sin más, la muerte, la vejez, el sufrimiento, han sido borradas del mapa. En los anuncios sólo aparecen jóvenes sonrientes, ni niños ni adultos, sólo un limbo de jóvenes perpetuos; usen pañales o peinen canas, todos son libres, felices e independientes: jóvenes. En la tele nadie muere. En la tele hay víctimas de asesinatos o accidentes, de negligencias o de la mala suerte; pero nadie muere. La muerte en la tele es un suceso desafortunado que jamás ocurriría sin influencia ajena. En la tele, la muerte es una aberración innatural.

Ya ni nacemos ni morimos. Ya no es necesario preocuparse por nada ni darle sentido a una vida, que por eterna, siempre tendremos tiempo enmendar. Ego me absolvo. Amén. . . Nacer y morir son los únicos dos actos inevitables de nuestras vidas. Entre esas dos verdades irrefutables, disponemos todos de lo mismo: de una vida, ni más ni menos, una vida. ¿Injusto? Sí. Pero más injusto es aún que la única vida que poseemos, larga o breve, nos la roben otros para su propio beneficio. Gobernantes, patronos, sacerdotes, empresarios, militares, policías y fascitas en general, están todos encantados de que nos olvidemos nuestras muertes. Sin el único hecho y verdad irrefutable que nos iguala a todos, sin la muerte, pueden justificar cualquier desigualdad entre los hombres.


Imágenes: Adaptación de la Creación de Adán de Miguel Ángel y Navidad según Banksy.