Tendrá unos doce o trece años. Aún es de noche cuando una mano le despierta sacudiéndole el hombro con cariño. El rostro entre las sombras le dice que desayuno está listo en la cocina. Es un rostro severo, el bigote siempre impecable, el pelo muy corto y oscuro empieza a escasear en las sienes.
Desayuna en silencio, disfrutando el café con leche caliente en la penumbra agradable. La brasa roja de un cigarrillo que se mueve iluminado a intervalos el rostro silencioso. Luego se sienta frente a él, mientras da el último sorbo al café, la brasa roja se extingue en un replandor final.
En el corto paseo hasta el coche, entre la bruma que se empieza a teñir de amanecer y el canto de los pájaros, agracede haber seguido el consejo de ponerse una camiseta más. La carretera está vacía y húmeda. Las curvas pasan dóciles entre la niebla y los árboles. Despacio, sin desperdiciar palabras, hablan del tiempo, de si levantará la niebla o lloverá, de la película de ayer, del coche que les adelantó el otro día.
Cuando llegan al río ya ha amanecido. El canto de los pájaros, acompañado por el susurro deslizante del agua sobre las rocas, es una sinfonía de paz; el valle angosto, un teatro de acústica perfecta en el que los últimos fantasmas de la niebla danzan a ras del agua en el aire frío, helado, húmedo. Huele a bosque, musgo y rocío. Huele a agua fresca y a vida. El sol aparece en el último momento, asomando sobre las montañas, colándose entre hojas verdes y doradas de las ramas inclinadas sobre el río. Las aguas resplandecen, se convierten en un espejo que duplica la belleza del mundo.
Agachado junto a la orilla, el muchacho contempla la figura erguida sobre una roca que sobresale en una curva del río, entre las sombras y las lanzas de luz. Con el cigarro colgádole de los labios y los ojos fijos en las sombras de la otra orilla, parece, sólo parece, ajena a la belleza natural del lugar. El muchacho contempla los movimientos lentos, deliberados, precisos. El arco elegante de la caña al lanzar la cucharilla. ¡Clop! Rompe la superficie en el lugar exacto, junto a la orilla opuesta, en el remanso sombrío bajo las ramas a ras de agua. Luego la ve recoger sedal despacio, siguiendo el anzuelo con la mirada. Intenta memorizar cada gesto, cada detalle mientras sigue respirando el aire frío de una mañana perfecta.
Quizá mañanas como aquella en que mi padre me llevaba a pescar a algún río escondido entre los Picos de Europa, tengan la culpa de que siempre sonría cuando salgo de casa y el frío me golpea la cara. Quizá por eso, tras un buen puñado de años y muchos kilómetros de por medio, uno de los mejores momentos del día sigue siendo cuando voy en bici en las mañanas frías del otoño escandinavo con el cielo límpido sobre mi cabeza. Y aunque ahora la sinfonía la ponga el iPod, mi respiración sigue dejando un estela de baho. Aunque no haya ríos sino lagos que reflejan los edificios del centro de Copenhague, la bruma sigue danzando sobre las aguas. Aunque esto no sea un bosque, sigue oliendo a musgo y rocio, agua fresca y vida. Quiza por todo eso, las mañanas frías, siempre serán mañanas perfectas.
P.S. - Pocas veces he visto a mi padre saltar de alegría, una de ellas fue el día que pesqué mi primera trucha :)
Imágenes: Blue Ridge Blog y Lago Peblinge (Flemming Bo Jensen).
Qué curioso, a mí me pasa algo similar. Me gusta que el frío me golpeé por las mañanas y por eso desde que voy en bici el ir al trabajo es uno de los mejores momentos del día. Los pájaros cantando, el frío dándote, el silencio...aún así, nada comparable con estar en medio de un bosque en otoño. Supongo que es lo que tiene haber crecido en un sitio rodeado de naturaleza y donde las estaciones están bien marcadas.
ResponderEliminarSí, el frío te obliga a moverte, te hace sentir vivo :)
ResponderEliminarPues yo desde aquel dia de invierno, nevada gorda y madrugon a las 3 de la mañana en que me, literalmente, rompi los cuernos con la bici, intento evitar su uso en todo lo posible. Y en invierno, vade retro!!!
ResponderEliminarEn verano tiene un pase y mucha calidad eso de parar en los semaforos detras de una de esas rubiacas, de ojos azules como el cielo....que te voy a contar yo que tu no sepas, Ivan!!!
Un saludo.
Venga, venga, que invierno también tienen su encanto, con las mejillas sonrosadas, la punta de la naricita roja de frío y la carita de niñas buenas con el gorro de lana ;)
ResponderEliminarY por cierto, esta entrada no tenía ni la más remota conexión con las mujeres. Estás enfermo, neno. . . :p
Que hago, Ivan,ya me conoces: estoy metido hasta las cejas en una pelicula de esas de los 70 de Pajares y Esteso....
ResponderEliminar¿Y no era lo que querías?
ResponderEliminarJajajjaja, pues si, a quien quiero engañar!!!
ResponderEliminarSi ej que, noj quejamos por vicio. . .
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