domingo, 15 de mayo de 2011

Marruecos II:
el día que nos recordaron como olvidar

Abrazados. Entre las mantas crudas sin sábanas. En una habitación fría y oscura. Sobre un par de colchones que hacía unos minutos eran sofás. Abrazados. Esperábamos agotados el abrazo del sueño. Murmurábamos distintas versiones de un mismo pensamiento: ¿qué derecho teníamos a aceptar la hospitalidad de aquella casa? Aquella casa de habitaciones vacías y frías, con suelos de hormigón cubiertos de alfombras raídas. Aquellas habitaciones llenas de alegría y sonrisas. La cocina con dos fogones de gas y el pan guardado en un cubo cubierto por un paño. Una televisión agonizante sobre su altar, el único mueble en toda la casa. Abrazados. Demasiado cansados para sentirnos culpables.

Al día siguiente, tras desayunar con Mohamed frente a su pequeña tienda en la plaza del mercado de Boumalne, salimos a búsqueda del motivo por el que nos habíamos detenido allí. Entre vaso y vaso de té, Mohamed nos explicó cómo llegar a los desfiladeros de Dadès, cómo encontrar los mejores senderos y qué era lo que merecía la pena ver. Antes de arrancar el coche, acordamos que aquella noche la cena corría por nuestra cuenta y que, cuando volviésemos, queríamos echarle un vistazo a los tesoros que escondía su tienda. Él no era más que cara visible de una asociación de artesanos, en su mayoría mujeres, desperdigados por el desierto. Allí, en aquel local sombrío y acogedor, él vendía alfombras, tambores, brazaletes, pendientes, puñales y vasijas al precio que el artesano consideraba razonable; la versión de baja tecnología del Comercio Justo.

Siguiendo las indicaciones, tras cruzar descalzos un río de aguas heladas y un paseo de una hora escasa, decidimos que el día no estaba para jugársela. Aunque sólo empezaba a lloviznar, se sabe el agua cae donde está uno, pero no tiene ni puta idea de la que está cayendo arriba en la montaña. Entre dos paredes rojas separadas apenas metro y medio que se alzánban más de diez sobre nosotros, no era plan de encontrarse con un muro de agua cuyos ancestros había dejado marcas más arriba de lo que a nuestros ojos les parecía saludable. Así que, decidimos que el paisaje no desmerecía nada disfrutado desde la carretera que serpenteaba arriba y abajo por las paredes del cañón. O mejor aún, disfrutando de un buen tajín y té en la terraza de cualquiera de los restaurantes aislados y colgados sobre los precipicios.

Volvimos a Boumalne a media tarde. Deambulamos por sus callejuelas empinadas, entre de herreros, carpinteros y ebanistas que trabajaban a las puertas de sus talleres, entre fruteros y carniceros, entre moscas, polvo y riachuelos de lo que prefiero pensar que sólo era agua sucia. Algún vaso de té en terrazas llenas de lugareños que no ocultaban el elevado grado de interés que la vikinga les despertaba. Unas cuantas charlas casuales después, y una sesión improvisada percusión bereber con Mohamed y sus socios, hicimos la ronda aprovisionamiento para la cena.

A la mañana siguiente, de nuevo en el coche, con un día radiante y muchos kilómetros por delante, discutíamos sobre la honestidad y simpleza con que Mohamed conducía su vida. No nos engañábamos, para él, acoger viajeros en su casa era un negocio. Prueba de ello eran los pedazos del legado artesanal bereber que llevábamos en el maletero. Pero nunca trató de vendernos nada antes de que preguntásemos por ello. Hasta que le pedimos consejo acerca de cómo organizar nuestra siguiente etapa del viaje, nunca nos habló del primo suyo que hacía rutas por las arenas de Erg Chebbi. Siempre nos ofreció precios razonables que nos evitaban el regateo. Y lo más importante, lo que nunca nos cobró, fueron sus historias, sus chistes, su casa, su familia, su mezcla de filosofía del desierto y libertarismo, anarquismo primigenio. Lo que no tiene precio era el gesto boquiabierto de la vikinga, incrédula, preguntándose si el que hablaba era aquel hombre de piel oscura y curtida, dientes ennegrecidos, sonrisa fácil y ojos cansados, o un servidor, que callaba en su esquina, sonriendo y asintiendo no menos sorprendido. "Ayuda. Y olvida."



Imágenes: (1) Vikinga con un pueblo que no sale en el mapa. (2) Garganta de Dadès con carretera psicópata. (3) Garganta de Dadès cuando el río no cubre la carretera. (4) Vikinga adentrándose en uno de los desfiladeros de Dadés, obsérvense las marcas de agua por encima de su cabeza. (5) Otro pueblo que no sale en los mapas camino de la garganta de Todra.


4 comentarios:

  1. Que paisajes más maravillosos! Has tenido mucha suerte de poder estar allí y más que nada me llaman la atecion porque están fuera de toda ruta turística.

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  2. Realmente están en una ruta turística; pero en la parte de Marruecos a donde van menos turistas, en el interior, al este del Atlas. Además, como fuimos después de semana santa, apenas encontramos a nadie. Pero los espectacular de verdad, me lo guardo para la próxima entrada ;)

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  3. que fotos mas chulas!! pero cuenta cuenta cuenta mas cosas que nos tienes en ascuas.
    conducir con ellos, o mejor dicho contra ellos, es otra dimensión e? jejeje.
    un beso

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  4. Contaré, contaré. . . Mientras practique usté la muy noble virtud de la paciencia; un servidor la tiene hiperdesarrollada después de conducir en Marrakech ;)

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