jueves, 27 de enero de 2011

El justo reparto de la injusticia

Deambulaba el otro día arriba y abajo por un pasillo. Esperando. A un lado, puertas de despachos cerrados, al otro, aulas y laboratorios vacíos. Eran las onces de la mañana de una universidad cualquiera. Esperaba y, de vez cuando, fingía para mí mismo que me interesaba alguno de los infames posters científicos colgados de las paredes. Lo sí que me interesó fue la imagen que encabeza esta entrada. La encontré colgada de la puerta del tipo al que esperaba. El tipo con el tenía una reunión para debatir los sesudos nuevos cambios que debía hacer en mi tesis para ser digna de tal nombre. El mismo tipo que no apareció, sí, ese, el que me dejó plantado.

Así, como otros tantos días en mi vida, la universidad ni me enseño ni me ayudó a aprender nada de física, sino que me incitó a reflexionar sobre cuestiones más inmediatas. Esa imagen es una representación simple y contundente de por qué toda jerarquía permanente, por su propia naturaleza, está abocada al fracaso.

Todos cagamos y todos nos creemos más listos que el de arriba. Para mantener sus vomitivas relaciones esclavo-patrón, la jerarquía crea y se envuelve de una burocracia que la aísla del cometido para el fue diseñada. Así, la jerarquía y su burocracia terminan por fundirse y convertirse un fin en sí mismas, operando y maniobrando por su propia supervivencia en vez de perseguir los fines originales para los que les fue entregado el poder. Nadie se extraña ya, incluso nos enorgullecemos, de que las personas tendamos a preocuparnos sólo de trepar en el escalafón corporativo, militar, social o académico, porque eso, y no la labor desempeñada, es lo que reporta mayores beneficios: autorealización, mejor salario, reconocimiento público, éxito social, poder. Así nace y se reafirma la falacia de que el trabajo del jefe, el ingeniero, el abogado, el juez o el über-funcionario, es más valioso que la labor del barrendero, del albañil, la puta, el taxista o el enfermero. Y que, por tanto, porque cobran más, las unas son personas más valiosas, respetables, mejores que las otros. ¿Quién ha decidido que el trabajo de abogados y leguleyos es más valioso que el de un barrendero? ¿Con qué criterio se legisla para que una rata de juzgado cobre diez, cien veces más que quien mantiene mis calles limpias de mi propia mierda?

Es indudable que el beneficio social de retirar la basura de las calles es mil veces mayor que la del abogado, un mero interprete e intermediario entre nosotros y una burocracia draconiana, que dice actuar por nuestro bien, pero que nos ahoga en montañas de papeles ininteligibles, nos aísla del poder y diseña su complejidad, sus leyes, para justificarse a sí misma y a la complicidad de unos abogados, gestores y políticos que de otro modo serían innecesarios; aunque, por supuesto, el burócrata y el líder harán lo que sea para demostrarnos que sin ellos, viviríamos sumidos en la oscuridad del caos. Ellos y su policía nos mantienen a salvo de nosotros mismos, bestias inmundas y asesinas, paralíticos sociales a los que han atado muletas a las manos. Y han creado escuelas, para enseñarnos a usar las muletas. Y han creado empresas para sacar partido a nuestras piernas atrofiadas. Y han creado impuestos para pagar tanta muleta. Y pagamos contentos. Y les damos las gracias por habernos dado el mejor mundo posible. Ya no nos creemos capaces de caminar sin muletas, sin burocracia, sin policía, sin reyes, sin estado. . . Y correr, correr es un concepto olvidado, impensable, imposible, como muy bien demuestran las carreras universitarias, y los fracasados que se arrastra sin muletas por las colas del paro.

Y sí, el orden y la organización son necesarios para la sociedad. Y sí, son el arquitecto y el ingeniero quienes deben decirles al albañil y al fontanero donde poner muros y cañerías; pero ambas labores, dibujar ladrillos y colocarlos, son igual de necesarias para levantar la casa. Igual de valiosas. Y una vez terminada, no hay razón para que el ingeniero se apropie de la mejor habitación. Es más, sin jerarquías autoperpetuadas con falacias y demagogias, ni siquiera hay necesidad de diseñar la casa con unas habitaciones mejores que otras. Sin burócratas, jefes, reyes, presidentes, curas ni demócratas, es innecesario inventarse leyes para el justo reparto de la injusticia.

¿Cómo dices? . . .  ¿La maldad y egoísmo natural del ser humano? ¿Que sólo aprendemos a golpes, de tolete y de talonario? ¿Que sin leyes esto sería la ley de la selva?. . . Las típicas escusas del carcelero; pero de eso ya hablaremos otro día. . .

No hay comentarios:

Publicar un comentario