lunes, 26 de marzo de 2012

El día que fui azafato en un congreso de la UE

Cruzan las puertas sonriendo o bromeando entre ellos. Risas confiadas, importantes, falsas. O pasan serios, sin hablar, con la mirada solitaria y cansada perdida al otro lado del umbral. Algunos me dedican un ligero gesto de reconocimiento con la cabeza, que devuelvo serio. La mayoría pasan absortos en su mundo o absorbidos por sus teléfonos. Apenas hay mujeres. Apenas hay hombre alguno vestido con algo distinto de un traje oscuro, corbata anodina, y camisa clara. Pero hay algo los uniformiza más que su uniforme de burócratas. Algo desagradable, enfermizo, que se cuela en mi inconsciente y me hace depreciarlos por instinto; incluso antes de comprender porqué.

No son las miradas lascivas, o anhelantes, que algunos de esos hombres, cuya edad ya deja de ser mediana, dedican a mis compañeras o a las secretarias de sus colegas. Tampoco la insolencia y mala educación con la que otros reaccionan a cualquier sugerencia de los organizadores del congreso que sea contraria a su capricho inmediato. No, lo que realmente me revuelve el estómago cuando veo a pasar a mi lado un burócrata tras otro, son sus gestos flácidos, su piel cerúlea de despacho y luz artificial. La manera en que arrastran sus cuerpos blandengues de un lugar a otro, carente de elegancia alguna a pesar de los trajes caros y afeitados impecables. Sus cuerpos, meros contenedores de egos incontenibles y cerebros demasiado orgullosos de su orgullo.

Entre arcada y arcada, me dan ganas de acercarme a alguno de ellos y cruzarle la cara de una hostia. Ni por venganza, ni odio, sino por hacerles un favor. Hacerles sentir, puede que por primera vez en mucho tiempo, el placer de estar vivo. Esta es la chusma que gobierna las regiones y ciudades de Europa: setecientos burócratas tres días en Copenhague con gastos pagos gracias a nuestros impuestos. Pieles enfermizas, hombros caídos, barrigas arrogantes y piernas inseguras. Me dan igual cuantas ideas magnánimas albergen sus cerebros y palabras grandilocuentes escupan sus bocas. Personas tan alejadas de sí mismas y de su humanidad, jamás querrán acercarse lo suficiente a nadie para comprender cómo mejorarles las vida. Ideologías al margen, con semejantes despojos humanos por clase política, uno desiste de esperar nada bueno… No nos gobiernan hombres, sino los engendros endógamos de una sociedad decadente.

Tan repulsivo me parece el gobierno de la fuerza bruta, de la bestia descerebrada, como el la inteligencia inhumana, el cerebro descorporizado.


Imagen: Yaroslav Naumkov.

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