Su cabeza descansa sobre mi hombro. El pelo, largo y revuelto, me acaricia el cuello. Su respiración, plácida y regular, se desliza sobre mi pecho. Cruza un muslo sobre mis caderas y una mano abrazo mi otro hombro. Tumbado en aquella cama, con su piel suave y cálida apretada contra la mía, en la penumbra de una habitación cercana a la media noche donde nuestras respiraciones son la única medida relevante del tiempo, digo, no sé si para convencerme a mí mismo o para compartirlo con que ella, que la historia de la humanidad, la verdadera historia de la humanidad está escrita con momentos como éste: dos amantes abrazados en la penumbra, con el sudor ya seco sobre sus pieles, y sin hacer otra cosa que respirar y quererse.
La verdadera historia de la humanidad está escrita con momentos como ese. En los libros de historia no hay más que fragmentos minúsculos e irrelevantes de las vidas y hechos de personas cuya importancia se resume a que aparecen en los libros de historia. La historia, como nos la enseñan, es poco más que una justificación barata de lo que se supone que hemos llegado a ser, pero que, en el fondo, nada tiene que ver con nuestras vidas. Esa historia la escribimos para perpetuar la importancia de lo que no lo tiene, para convencernos de que somos lo que no somos, para satisfacer los egos de quienes la escriben a modo de entendimiento científico y los de quienes aspiran a ser nombrados algún día junto a sus ídolos.
La historia, es su mayor parte, se reduce a una recopilación de hechos protagonizados por una minoría, una élite cuya vida e intereses poco o nada tienen que ver con la vida e intereses de la mayoría de los habitantes del planeta. Reyes y generales, primeros ministros y agentes encubiertos, la batalla de Waterloo y el 11-S, son todos personajes y hechos insignificantes cuando los comparamos con las vidas diarias de los millones de personas en éste y en siglos pasados. La historia resulta de un extracto ínfimo e insignificante de lo que ha ocurrido y ocurre cada día en este planeta. Pretender que sea explicación de nada, tratar de buscar en la historia la esencia de la "naturaleza humana" para justificar maniobras políticas y económicas que perpetúen el flujo de la historia es un ejercicio de ceguera colectiva.
Los libros de historia ignoran los millones de abrazos que los padres comparten con sus hijos. No hablan de las carreras tras un tren para captar una última mirada de la persona amada. Obvian las risas y bromas de una docena de amigos entorno a una barbacoa. No dicen nada de los billones de favores hechos sin pedir nada a cambio. Jamas mencionan las caricias que revolotean mientras se prepara una cena. Cualquiera de estos hechos, y muchos otros que nos vienen a la mente, han ocurrido entre personas millones de años antes de que empezásemos a escribir la historia, que, recordemos, sólo registra un 1% de la presencia humana en el planeta. Cualquiera de esos eventos fundados en el amor, el respeto y la fraternidad tiene lugar con más frecuencia cada día, en cualquier lugar del mundo que ninguno de los importantísimos discursos de investidura o esclarecedoras editoriales dominicales. Sin embargo, jamás me he encontrado una caricia o un beso en ningún libro de historia.
Así, ya desde la escuela, empezamos a convencernos de la importancia de lo que no lo tiene, de la relevancia de los hechos y personajes con que nos bombardean periódicos y telediarios. Esta sociedad, he crecido creyéndose que sólo importa aquello que engorde tu cuenta corriente y acerque tu nombre a la tinta fresca de los anales de la historia. Nos parece natural tener cada vez menos tiempo para caricias y besos. Entregar un importantísimo informe es más importante que escuchar a un hijo. Valoramos más un coctel de empresa que un café con los amigos. Cada vez somos más historia y menos personas. Cada vez somos más lo que los libros de historia dicen que somos: unos seres egoístas y mezquinos, bestias sedientas de sangre y riquezas a quienes sólo la mano dura del estado y el contrato laboral mantiene a raya. Todos cada vez más clones más perfectos de esa ridícula minoría de personajillos que pueblan las páginas de la historia… Pero la verdadera historia de la humanidad, la esencia y naturaleza humanas, la escriben sin tinta y sin papel dos amantes abrazados en la penumbra, con el sudor ya seco sobre sus pieles, y sin hacer otra cosa que respirar y quererse.
Imágenes: Lovers de The atheist, polyamorous, skeptic y Kiss behind the barricades de Fuck Yeah Anarchism.
La verdadera historia de la humanidad está escrita con momentos como ese. En los libros de historia no hay más que fragmentos minúsculos e irrelevantes de las vidas y hechos de personas cuya importancia se resume a que aparecen en los libros de historia. La historia, como nos la enseñan, es poco más que una justificación barata de lo que se supone que hemos llegado a ser, pero que, en el fondo, nada tiene que ver con nuestras vidas. Esa historia la escribimos para perpetuar la importancia de lo que no lo tiene, para convencernos de que somos lo que no somos, para satisfacer los egos de quienes la escriben a modo de entendimiento científico y los de quienes aspiran a ser nombrados algún día junto a sus ídolos.
La historia, es su mayor parte, se reduce a una recopilación de hechos protagonizados por una minoría, una élite cuya vida e intereses poco o nada tienen que ver con la vida e intereses de la mayoría de los habitantes del planeta. Reyes y generales, primeros ministros y agentes encubiertos, la batalla de Waterloo y el 11-S, son todos personajes y hechos insignificantes cuando los comparamos con las vidas diarias de los millones de personas en éste y en siglos pasados. La historia resulta de un extracto ínfimo e insignificante de lo que ha ocurrido y ocurre cada día en este planeta. Pretender que sea explicación de nada, tratar de buscar en la historia la esencia de la "naturaleza humana" para justificar maniobras políticas y económicas que perpetúen el flujo de la historia es un ejercicio de ceguera colectiva.
Los libros de historia ignoran los millones de abrazos que los padres comparten con sus hijos. No hablan de las carreras tras un tren para captar una última mirada de la persona amada. Obvian las risas y bromas de una docena de amigos entorno a una barbacoa. No dicen nada de los billones de favores hechos sin pedir nada a cambio. Jamas mencionan las caricias que revolotean mientras se prepara una cena. Cualquiera de estos hechos, y muchos otros que nos vienen a la mente, han ocurrido entre personas millones de años antes de que empezásemos a escribir la historia, que, recordemos, sólo registra un 1% de la presencia humana en el planeta. Cualquiera de esos eventos fundados en el amor, el respeto y la fraternidad tiene lugar con más frecuencia cada día, en cualquier lugar del mundo que ninguno de los importantísimos discursos de investidura o esclarecedoras editoriales dominicales. Sin embargo, jamás me he encontrado una caricia o un beso en ningún libro de historia.
Así, ya desde la escuela, empezamos a convencernos de la importancia de lo que no lo tiene, de la relevancia de los hechos y personajes con que nos bombardean periódicos y telediarios. Esta sociedad, he crecido creyéndose que sólo importa aquello que engorde tu cuenta corriente y acerque tu nombre a la tinta fresca de los anales de la historia. Nos parece natural tener cada vez menos tiempo para caricias y besos. Entregar un importantísimo informe es más importante que escuchar a un hijo. Valoramos más un coctel de empresa que un café con los amigos. Cada vez somos más historia y menos personas. Cada vez somos más lo que los libros de historia dicen que somos: unos seres egoístas y mezquinos, bestias sedientas de sangre y riquezas a quienes sólo la mano dura del estado y el contrato laboral mantiene a raya. Todos cada vez más clones más perfectos de esa ridícula minoría de personajillos que pueblan las páginas de la historia… Pero la verdadera historia de la humanidad, la esencia y naturaleza humanas, la escriben sin tinta y sin papel dos amantes abrazados en la penumbra, con el sudor ya seco sobre sus pieles, y sin hacer otra cosa que respirar y quererse.
Imágenes: Lovers de The atheist, polyamorous, skeptic y Kiss behind the barricades de Fuck Yeah Anarchism.
Vale, pero yo a esta historia le veo lagunillas: nombres, lugares, fechas... usted ya me entiende.
ResponderEliminarDetalles, detalles... Domingo, 18 de septiembre. Copenhague. Y el nombre, a poca imaginación que le eche usté...
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